sábado, 8 de febrero de 2020

Capítulo 4






Llegamos a Almería a las 16 horas. Gracias al Sepia, del que ya hablaré más adelante, si me da la gana, conocemos la dirección de Cigala Towers y que no está en casa en toda la semana.
    Tampoco he dicho que todavía sigo escribiendo algunas biografías a tarados. A fin de cuentas, todos necesitamos un dinero extra, y este no suele llegar por las vías legales. No me juzguéis, gañanes, que los manitas suelen hacer ñapas en dinero negro y nadie dice nada. Las personas como yo, seamos manitas o no, poseemos otras cualidades más explotables.
    Continúo, que me voy de madre: el Sepia me ofrece datos fiables sobre Cigala Towers. Sitios donde para. Domicilio. Mujeres a las que intenta beneficiarse, como Dulcinea Cántabra. Y por supuesto, me dice que por motivos laborales tiene que ausentarse cinco días de su vivienda. No hay demora posible, hay que hacerlo ya, sí o sí.
    El mayor problema de nuestro viaje es que Shirly sale de cuentas justo este mes. Aunque no creo que se ponga de parto, llego a Almería con ese poso de nerviosismo en el cuerpo.
    La idea es forzar la puerta y hacernos fuertes en su casa. Agus, antes de entrar, va a por unas latas de cerveza y cuatro botellitas de Jack Daniel’s.
    —No perdamos las buenas costumbres, brother... Jajajajaja
    —Todo sea por la causa —contesto.
    Hace ya unos meses que dejé de beber a diario, abandoné el vicio de la marihuana y me aislé de ciertas costumbres autodestructivas. Lo cual no implica que me haya convertido en un mierda. Este tipo de cosas no se pueden hacer en estado de sobriedad, es imposible. La
locura no aflora igual.
    —Eres el puto amo, brother. Se te da de puto lujo abrir puertas.
    —No siempre fui policía, una vez quebranté la ley cuando era joven.
    —Una vez, dice.
    No hace falta repetir que mi hermano y yo nos contamos todo. O casi todo. Pero lo voy a hacer, por si no te has leído la primera parte de esta historia. Mi hermano y yo nos contamos prácticamente todo.
    No me cuesta nada forzar la cerradura. Abrimos la puerta, decimos hola, por si acaso y, justo antes de entrar, asoma por la puerta la vecina cotilla de Cigala. Una vieja decrépita, de esas que cuando entran al Metro y se sientan creen que el mundo es suyo y arrasan con todo. La típica que cuando ve un negro grita: «¡Mira, es negro! ¡Pero negro negro!».
    —Hola —nos dice—, Cigala no está, ¿sois amigos suyos? Seguro que sí, porque sus amigos tienen todos mala pinta.
    —Gracias, vieja —contesta Agus—, encantado de conocerla. Somos los jodidos primos de Cigala, de vacaciones. Nos ha dejado su puta casa unos días.
    —Adiós —digo alargando la o y cerrando de un portazo.
    Aclaración: no daré detalles de cómo abrir puertas, por aquello de no convertir esta obra en un manual para delincuentes puntuales.





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